martes, 8 de febrero de 2011

Abriendo las puertas al alma


Mi nombre es Osmán Ibn Zaydín, y todo comenzó una tarde polvorienta de verano, a las puertas de la ciudadela vieja.

Entre muros derruidos por la sibilina brisa que dilataba nuestros corazones, se encontraban los huecos que el olvido y el paso del tiempo habían labrado en la tosca base de adobes asirios vidriados. Unas veces refugio de cabras, otras refugio de inocentes juegos. Aunque pronto me harían ser consciente del verdadero deseo de los hombres.

Los naranjos habían marchitado ya sus flores, y las verdes naranjas brotaban de las quebradizas ramas de los naranjos que cubrían los extramuros, dando sombra y cobijo, proporcionando frescor y penumbra, pudiendo retozarse uno en las largas siestas de la tarde. El calor que fatigaba al respirar, quemaba con los suspiros y bostezos. Ese mismo calor, que hacía humedecer el pecho y los brazos, doloridos de cargar sacos de arena blanca para los viejos artesanos.

Ahí tumbado, me quité la camiseta blanca, roída y desajada del uso. Yacía sobre una rama de palma seca, contemplando los remolinos de aire que se formaban en el horizonte mientras las chicharras zumbaban como si fueran a estallar del propio esfuerzo.

De fondo, el sonido de los muchachos recitando en la escuela coránica, que se difuminaba al susurro de los arbustos deshojados.
Quedé traspuesto un buen rato, entre el sueño y la vigilia. Sólo sentía las gotas del sudor, que caían del pecho por entre los rizos negros hacia el ombligo, donde acababan derramándose como lágrimas hacia el polvo reseco del suelo.

En un momento concreto, refregué todo mi pecho, para disipiar el sudor acumulado, y deslizando poco a poco la mano, fuí bajándola hacia el pantalón de lino marfil. El olor a sudor, la brisa cálida subiendo por los tobillos, las cosquillas de las gotas que caminaban lentamente hacia el ombligo, fueron apoderándose de mis sentidos y aquello que comenzó como un tranquilo sueño de media tarde, empezó a acelerarme la respiración, a medida que tocaba con la mano húmeda aquel pantalón de lino.
Quise meter la mano y frotar el calzoncillo de algodón blanco. Con la yema de los dedos fui palpando la carne blanda que palpitaba a cada pasada, hasta el punto de querer liberarla y dejarla a merced del aire cálido para que la punta sintiese el placer de aquella brisa.

El soplido árido pronto dejó caer el agua, que a cada pálpito emanaba de mi miembro. Lubriqué con ella mi mano y la furia se apoderó inconscientemente de mi deseo.

Más rápido me tocaba, más ganas tenía de acabar. Cerré los ojos, con la mano izquierda pausadamente tomé el miembro cincelado con las venas duras como alambres y con la otra froté mi pecho primero, un pezón después y por último metí mi mano en la axila izquierda, llevándomela luego a la cara.

Fue en ese momento cuando un placer me electrificó de abajo a arriba. De los testículos bien prietos, un latigazo subió por mi abdomen hasta el estómago y en ese momento la vía lactea palideció ante aquel volcán que reventó. Solo podía sentir el salir...

Medioabrí un ojo en ese momento y un suave mostacho negro como el carbón, besó la punta de mi miembro sin dejar que un solo centímetro separase aquel manjar de los labios voluptuosos y sedosos de aquel bigote.

Quedé paralizado por un momento, contemplando a aquel mostacho, luego una nariz grande y bronceada, una barbita de pocos días, una tez morena que se acentuaba en el cuello curtido como cuero y unos hombros peludos como lana...

Había abierto las puertas a mi alma, y era Ismaïl el que se había puesto en medio, tragándosela toda....

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